Fue el momento preciso. Camilo Jiménez Villalba, nació, vivió y murió. El martes 23 de junio en las horas de la noche, falleció en Bogotá, a edad temprana. En la muerte se sale volando “como la mariposa que sale de su capullo.” Ya a esta hora, está en el cielo, y los ángeles de la guarda dieron la bienvenida a casa, como se da a un buen huésped. Entre los serafines encontró el amor puro y el sitio final en que concluye la vida, y allí quedará para siempre. Él, subsistió antes de la muerte, a su modo, a su estilo y a su costumbre de la tierra que lo vio nacer. No le faltaron los amigos, le sobraron, y le fue bien, porque recibió la correspondencia de cada uno de ellos. Nadie le negó la morada familiar, como tampoco la amistad, las que siempre agradeció.
Camilo, recibió la educación de su madre, la innegable y sustituta doña Toribia Villalba, mujer de formación recta y bondadosa. Él jugó y corrió por las calles arenosas de la vieja Montería, comprador asiduo de golosinas y montador de bicicleta, al igual que lo hacíamos otros muchachos de la calle 29. Perteneció al escultismo floreciente y cristiano en boga. Bachiller del Colegio Nacional José María Córdoba de Montería, en donde fue mi condiscípulo, compartiendo el diario olor de tiza de los salones del centro de enseñanza. Su comportamiento: floreciente, jovial, inquieto y animador, irradiaba camaradería. Compañero de lucha y de iniciativas, me acompañó a fundar dos quincenarios estudiantiles: “Cumbre”, e “Insurgencia Nueva”, en los años 1959 y 1966, respectivamente.
Abogado egresado de la Universidad Externado de Colombia. Sin ninguna duda, ejerció el derecho con dignidad, esmero y diligencia. Fue concejal de Montería. Dos veces gobernador del departamento de Córdoba en los años 1980 y 1984, alto funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores, negociador entre el gobierno colombiano y el M19 en la toma de la embajada de la República Dominicana, asesor de corporaciones financieras y profesor universitario. Su largo recorrido profesional sobrepasó su corta presencia.
Dejó la rueda de la vida, cuando apenas pasaba la tercera parte de su existencia: la de El Búfalo y no logró penetrar a la de El Águila, que inteligentemente definió Elisabeth Kubler-Ross. Nunca se aisló, fue un asiduo creyente de la vida social, le aterraba la soledad, siempre buscaba la amistad de alguien para rehuir del aislamiento. Entendió, que ser “animal social”, hace al hombre comunicativo y expansivo, y siguió esta conducta con entusiasmo, porque creyó que dimensiona la vida y proyecta al ser en comunidad. Saltarín de tropiezos, característica del aventurero, pero firme y honesto, y un convencido practicante de la solidaridad heredada del hogar en que se formó.
Una mañana lo vi, moribundo, me abrí para escucharlo, pero calló. Era tan grande su dignidad que se negó a expresar en palabras su pensamiento, y su silencio tan elocuente que adiviné lo que pensaba decir. Sus ojos, firme, me miraron, pero a la vez perdidos en el espacio, expresaron el silencio que supone el designio. A pesar de su estado, abrió la puerta grande y calurosa de su corazón para pedir la visita de sus más allegados amigos. Fue la hora de la despedida y del adiós. Le quedaba poco, nada más: la partida final.
Camilo, recibió la educación de su madre, la innegable y sustituta doña Toribia Villalba, mujer de formación recta y bondadosa. Él jugó y corrió por las calles arenosas de la vieja Montería, comprador asiduo de golosinas y montador de bicicleta, al igual que lo hacíamos otros muchachos de la calle 29. Perteneció al escultismo floreciente y cristiano en boga. Bachiller del Colegio Nacional José María Córdoba de Montería, en donde fue mi condiscípulo, compartiendo el diario olor de tiza de los salones del centro de enseñanza. Su comportamiento: floreciente, jovial, inquieto y animador, irradiaba camaradería. Compañero de lucha y de iniciativas, me acompañó a fundar dos quincenarios estudiantiles: “Cumbre”, e “Insurgencia Nueva”, en los años 1959 y 1966, respectivamente.
Abogado egresado de la Universidad Externado de Colombia. Sin ninguna duda, ejerció el derecho con dignidad, esmero y diligencia. Fue concejal de Montería. Dos veces gobernador del departamento de Córdoba en los años 1980 y 1984, alto funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores, negociador entre el gobierno colombiano y el M19 en la toma de la embajada de la República Dominicana, asesor de corporaciones financieras y profesor universitario. Su largo recorrido profesional sobrepasó su corta presencia.
Dejó la rueda de la vida, cuando apenas pasaba la tercera parte de su existencia: la de El Búfalo y no logró penetrar a la de El Águila, que inteligentemente definió Elisabeth Kubler-Ross. Nunca se aisló, fue un asiduo creyente de la vida social, le aterraba la soledad, siempre buscaba la amistad de alguien para rehuir del aislamiento. Entendió, que ser “animal social”, hace al hombre comunicativo y expansivo, y siguió esta conducta con entusiasmo, porque creyó que dimensiona la vida y proyecta al ser en comunidad. Saltarín de tropiezos, característica del aventurero, pero firme y honesto, y un convencido practicante de la solidaridad heredada del hogar en que se formó.
Una mañana lo vi, moribundo, me abrí para escucharlo, pero calló. Era tan grande su dignidad que se negó a expresar en palabras su pensamiento, y su silencio tan elocuente que adiviné lo que pensaba decir. Sus ojos, firme, me miraron, pero a la vez perdidos en el espacio, expresaron el silencio que supone el designio. A pesar de su estado, abrió la puerta grande y calurosa de su corazón para pedir la visita de sus más allegados amigos. Fue la hora de la despedida y del adiós. Le quedaba poco, nada más: la partida final.
POSDATA: Recuerda el tratadista francés Paul Valéry: “Es la vida, no la muerte, la que separa el alma del cuerpo.”