En memoria de mi amigo Joaquín Caraballo Mogollón, reciente e inesperadamente fallecido, escribo estas líneas. Nadie escapa a la muerte porque es algo natural. Así como los buenos y honorables mueren, también perecen los orgullosos, los pedantes y los petulantes. O sea que no hay que creerse infalible e inmortal. La gente piensa muchas cosas sobre la muerte: la teme, la odia, la ama, la olvida y hasta la desea. Mi madre cuando llegó a los 90 años de edad, me expresó que estaba cansada y deseaba la muerte. Para ella todo era rutina, mientras reprochaba el día, prefería la noche para descansar. Por encuesta, la mayoría de la gente teme a la muerte. Otros se salen del común y la olvidan, ni siquiera la presienten, y así viven mejor sus años, lo cual para nadie es malo.
Algunas personas hasta calculan la edad exacta para morir. Podría ser setenta y cinco, igual que el abuelo, u ochenta como la del padre, o noventa como la de la madre. En fin, se vuelve un cálculo sujetivo que no es de la planeación teórica. La muerte llega y cuando llega nadie la detiene. Otros, tan egoístas, prefieren que las cenizas de sus huesos se los trague el mar o el río, antes de ir a la tumba porque el orgullo los retorcería si alguien se conduele de su desaparición, o les lleve flores a la lápida. ¡Hasta vanidosos son estos personajes! Y más aún, los que tienen muchos enemigos, y gratuitos a la espalda, que viendo cerca la muerte exclamarían como el general cartaginés Aníbal: “Libremos al pueblo romano de sus largas inquietudes, ya que no tiene paciencia para esperar la muerte de un anciano”
He estado muy cerca de los que erróneamente piensan que al morir se llevan todos sus bienes y por eso viven una vida estrecha y dura; no gastan para acumular una fortuna, creyendo que irán al otro mundo con un camión de mudanzas. Cualquiera les diría que les vaya bien, pero sin nada, ni siquiera con un peso en el bolsillo. Más bien, se les aconsejaría, para su alivio, ahora en vida, que pensaran como el patriarca Barron Hilton (heredero de la cadena de hoteles Hilton), el cual dejó a los descendientes viendo chispas, pues el 97% de la fortuna calculada en 2.300 millones de dólares será para obras de caridad.
En el extremo, están los que siguen pegados al vicio, sea licor, coca, cigarrillo, etcétera; quienes se desarraigan de morir y olvidan la edad que indica la tabla médica prevista para este caso en particular. Son tan felices, que las previsiones no cuentan para pensar en extender la edad. A pesar de todo, no hay que olvidar que se muere de cualquier cosa, de una enfermedad grave como de un tropiezo. Todos morimos. El poeta japonés Bashõ, por ello escribió: “Sólo se vive dos veces: una vez al nacer, la otra cuando en la cara aparece la muerte.”
En mi caso, primero, murió mi padre y luego mi madre. Su última imagen la llevo en mi mente desde aquel día en que fallecieron. Tan bellos, como en vida. La mejor forma de comprobar que los muertos hacen parte de nuestra propia vida, es el recuerdo de ellos en las noches, en los sueños y en los sitios donde compartimos. Otros pensarían igual que el griego Ferecides, que en carta a Tales, afirmaba: “Encontrándome cada vez más afligido por mi enfermedad, no he dejado entrar a ninguno de los médicos ni de los compañeros. Cuando se paraban ante la puerta o preguntaban qué tenía, sacando un dedo por la cerradura les mostré hasta qué punto estaba invadido por la enfermedad. Y les he anticipado que vuelvan mañana para el entierro de Ferecides”
POSDATA: “El hombre débil teme la muerte; el desgraciado, la llama; el valentón, la provoca, y el hombre sensato, la espera”, pensaba Benjamín Franklin.
HASTA LOS ORGULLOSOS
