Colombia va de mal en peor en materia de corrupción. Crece como la espuma, sin que la propuesta oficial haya tenido el efecto esperado. No hubo avances en la lucha contra ese maldito mal, el proyecto público fue un discurso retórico a cargo de los funcionarios que vigilan la conducta de los administradores del Estado. El informe de Transparencia Internacional dado a conocer esta semana comprueba lo que un sector de la opinión pública y los medios de comunicación vienen reiterando de tiempo atrás: la galopante corrupción. Colombia, bajó la nota de 3.8 en el 2008 a 3.7 en el 2009, situándose en el puesto 75 entre 180 países, cuando en años anteriores había ocupado el lugar 70.
El resultado del índice de percepción de corrupción (IPC) utilizado por Transparencia Internacional va de cero a diez, entre más alta sea la calificación menos es la corrupción del país. Pero lo más grave de Colombia es que está por debajo de seis, puntaje considerado de situación crítica. Lo que ratifica que las medidas que se han tomado para aminorar el problema no han tenido el efecto esperado y las campañas de prevención no han servido para atajarlo. La corrupción administrativa está relacionada directamente con la descomposición política que estamos observando. Y también, tiene una relación directa con el estado de pobreza regional, así, entre más pobre es el departamento o el municipio hay más corrupción. O sea, que la corrupción es directamente proporcional con el caos político y la pobreza.
Son muchas las interpretaciones que se pueden hacer sobre el índice entregado, lo cierto es que la política oficial ha sido ineficaz. Por lo mismo, entre los colombianos se respira un aire pesimista que aleja la esperanza nacional de alcanzar un nivel menor sostenible y con tendencia a la baja de la corrupción imperante. Sin embargo, es un asunto poco probable, pero que se podría alcanzar si cambia la mentalidad de la dirigencia y de un sector de la opinión pública que viene tolerándola. Habría que educar para variar esa opinión, comenzando por una nueva persona, que ponga a funcionar a los órganos de control, incluida la justicia, sus fiscales, jueces y magistrados, y que en conjunto, aborden el problema de manera seria y responsable.
El ciudadano piensa que la corrupción pública, como enfermedad social, está en ascendencia por el apoyo privado, por lo que los particulares no están exentos de haber contribuido a ahondar el conflicto. El servidor público honesto puede servir para impedir la corrupción, pero vive atemorizado y teme perder el puesto en caso de denunciar hechos delictivos cometidos por los jefes y compañeros de trabajo. Delatar al delincuente se convirtió en la muerte anunciada. Desgraciadamente, todavía priman las recomendaciones políticas para conseguir un empleo oficial, que aún es más evidente en el nivel regional.
La corrupción contribuye a la violencia y aleja la meta de paz. La conspiración de cuello blanco, actuando a nombre de la criminalidad, es más que un grupo subversivo, procede sin la contención de la autoridad, de la policía o del ejército, con las manos libres para articularse con los centros de poder: licitar y contratar y conseguir los mejores empleos con fines delictivos, generando el más grande daño a la comunidad. En un tris, el Estado androide, se pone al servicio de los lobista de las perversas sociedades que se apoderan de los negocios estatales. ¡Así queda todo listo para ejecutar el chanchullo!
POSDATA: A los amantes de lo mal habido, se dirige el historiador italiano Francesco Guicciardini: “Más vale buen nombre que mucha riqueza.”