Es necesario castigar la mendicidad como se hizo en el pasado. Al fin y al cabo son víctimas de este mal los niños, niñas y adolescentes de Colombia a causa de la irresponsabilidad de los padres o familiares que la promueven. La misma suerte corren los ancianos, que abandonados por sus parientes, se apoderan de las esquinas de las calles de nuestras ciudades. Esta población está amenazada y es vulnerable a la violencia callejera que no cesa ante quien se expone. Nada más concreto que las normas nacional e internacional sobre amparo a estos grupos sociales, hay exceso al respecto, lo que ha faltado es una mayor acción o iniciativa del Estado para frenar el poder de los abusadores.
Hoy más que ayer, la actual legislación permite adoptar medidas drásticas para llevar a cabo la protección, como anteriormente la tuvo el país. Fue la Ley 48 de 1936 y el Decreto 1426 de 1950 que castigaban la inducción a los hijos, parientes o subordinados que sean menores de edad, a mendigar públicamente. Pues ahora es oportuno retomar la norma del pasado ante la proliferación del empleo de los menores y ancianos, mandándolos a las calles a pedir limosna, o a ejercer oficios inapropiados e indignos, que ponen en riesgo la vida de la persona humana. Los que promueven esta clase de mendicidad son verdaderos delincuentes.
No obstante, que la Convención sobre los Derechos del Niño, los Principios a favor de las Personas en Edad, el Plan de Acción Internacional de Viena sobre el Envejecimiento y la Segunda Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento de 2002 de las Naciones Unidas, suscritas por Colombia, la Carta Política y las leyes que consagran normas expresas sobre el amparo que deben brindar el Estado, la familia y la sociedad a los menores y mayores, la situación no mejora como se quisiera. Si el instrumental legal es insuficiente, habría que proceder inmediatamente para volverlo eficaz.
No es correcto que la sociedad permita a los niños, niñas, adolescentes y ancianos pedir limosna, ejercer labores de vigilancia callejera, limpiar vidrios de automóviles y vender chucherías en el espacio público, entre otras labores, cuando en la mayoría de las situaciones se sabe que son instigados por sus padres y familiares. Así son excluidos y discriminados socialmente. Lo correcto es que si son demasiados pobres, unos, debieran estar obligatoriamente estudiando y los otros, en albergue bajo cuidado especial, a fin de garantizarles a todos ellos la igualdad y respetarles su dignidad sin discriminación. En fin, de las calles deben ser recogidos por la autoridad.
El ciudadano observa que el Estado, a pesar de que cuenta con los recursos suficientes para cumplir con la tarea de proteger a la niñez y a la vejez en situación de pobreza extrema, sigue rezagado en cuanto a la misión dinámica de tutelar a las víctimas explotadas económicamente por los padres, familiares o terceros. No conviene a nadie que prosperen los mendigos. Como respuesta, es pertinente castigar penalmente la inducción y promoción de la mendicidad de los menores y adultos mayores, como política pública, en desarrollo de los postulados contenidos en la Constitución Política y en los convenios internacionales.
Hoy más que ayer, la actual legislación permite adoptar medidas drásticas para llevar a cabo la protección, como anteriormente la tuvo el país. Fue la Ley 48 de 1936 y el Decreto 1426 de 1950 que castigaban la inducción a los hijos, parientes o subordinados que sean menores de edad, a mendigar públicamente. Pues ahora es oportuno retomar la norma del pasado ante la proliferación del empleo de los menores y ancianos, mandándolos a las calles a pedir limosna, o a ejercer oficios inapropiados e indignos, que ponen en riesgo la vida de la persona humana. Los que promueven esta clase de mendicidad son verdaderos delincuentes.
No obstante, que la Convención sobre los Derechos del Niño, los Principios a favor de las Personas en Edad, el Plan de Acción Internacional de Viena sobre el Envejecimiento y la Segunda Asamblea Mundial sobre el Envejecimiento de 2002 de las Naciones Unidas, suscritas por Colombia, la Carta Política y las leyes que consagran normas expresas sobre el amparo que deben brindar el Estado, la familia y la sociedad a los menores y mayores, la situación no mejora como se quisiera. Si el instrumental legal es insuficiente, habría que proceder inmediatamente para volverlo eficaz.
No es correcto que la sociedad permita a los niños, niñas, adolescentes y ancianos pedir limosna, ejercer labores de vigilancia callejera, limpiar vidrios de automóviles y vender chucherías en el espacio público, entre otras labores, cuando en la mayoría de las situaciones se sabe que son instigados por sus padres y familiares. Así son excluidos y discriminados socialmente. Lo correcto es que si son demasiados pobres, unos, debieran estar obligatoriamente estudiando y los otros, en albergue bajo cuidado especial, a fin de garantizarles a todos ellos la igualdad y respetarles su dignidad sin discriminación. En fin, de las calles deben ser recogidos por la autoridad.
El ciudadano observa que el Estado, a pesar de que cuenta con los recursos suficientes para cumplir con la tarea de proteger a la niñez y a la vejez en situación de pobreza extrema, sigue rezagado en cuanto a la misión dinámica de tutelar a las víctimas explotadas económicamente por los padres, familiares o terceros. No conviene a nadie que prosperen los mendigos. Como respuesta, es pertinente castigar penalmente la inducción y promoción de la mendicidad de los menores y adultos mayores, como política pública, en desarrollo de los postulados contenidos en la Constitución Política y en los convenios internacionales.
POSDATA: Es hora de recordar al emperador francés Napoleón Bonaparte: “Más fácil es hacer leyes que hacerlas ejecutar.”