Breve historia de vida. Ya no vive en la Gran Capital, al oriente de la carrilera del tren que atraviesa la ciudad, muchos de los amigos la extrañaban cuando pasaban por la carrera novena de sur a norte. Se acabó la buena vida que llevábamos en su compañía, pensábamos, lo mismo que la copa de vino que solíamos tomar en las tertulias de Leo, como también las visitas amigueras que ella nos hacía cualquier día de la semana para tomar el café y traernos la reseña del primer noticiero nocturno de la televisión de la jornada anterior, pues ella nada ve tarde porque se acuesta temprano y se levanta en el crepúsculo matutino.
Presumíamos, que, por su ausencia notoria, proyectaba un cambio de vivir intempestivo, que para nosotros resultaba posible, había adquirido una pensión y ya era tiempo del reposo. Leo, se había ido a ocupar otro lugar, había resuelto recogerse lejos, parecía que ya no la volveríamos a ver con la cotidianidad de antes. Sencillamente, buscó otro sitio, una tierra más baja, no es lo mismo vivir a 2600 metros sobre el nivel del mar que a menos altura en donde el hábitat puede resultar más placentero, fortalecerse el espíritu y el funcionamiento del corazón. Con todo, su cambio de residencia no nos sorprendió, porque lo hacía en momentos en que el cuerpo pide otra cosa.
Finalmente, la noticia llegó por su propia boca, informándonos que estaba viviendo a 1400 metros sobre el nivel del Atlántico, instalada en una bella casa de campo arrendada, a solo una hora y cuarenta y cinco minutos por carretera. Ninguno de sus amigos se quedó quieto, la información se regó como en pueblo chico infierno grande, y la escogida alquería volvió a ser igual al hospedaje de la Gran Capital, el cual ella todavía conserva para “enfriarse” de vez en cuando.
Poco tiempo después, Leo compró la preciosa granja. Y comenzó la labor, arregló todos los lugares del nuevo albergue y se comprometió a buscar más amistades al no bastarle los vecinos, quería más y más y que estuvieran bien cerca, que las pudiera ver con frecuencia rompiendo toda clase de linderos. Armó una sociedad de hinchas, en una jaula grande metió más de veinticinco especies de pájaros de diversos colores, en los prados puso a correr siete patos, en otro lugar instaló un hermoso pavo real que convive pacíficamente con una gallina que pone los huevos necesarios para la dueña, un gallo que con su canto alegra la mañana y la tarde, tres conejos ocupan un lugar especial y un reservado loro que oye y habla cuando se pone de mal genio, completando el circo, tres gatos cariñosos que saltan libremente y dos perros, Bruno y Rufo, que suman al grupo de fieles devotos.
Quién lo creyera, ahora Leo, anda ocupada las doce horas del día, repartiendo maná por todas partes de la estancia. Volvieron los amigos y tiene más que antes, y si los inseparables humanos no llegan a su morada, en su reemplazo, está el cenáculo de firmes acompañantes del reino animal. Así como ayer, volvió la copa de vino y la taza de café, tan igual a las que compartíamos en la Gran Capital.
POSDATA: De la francesa Madame de Beaumont: “Quien vive amado de todos, debería vivir siempre.”