La justicia está ajusticiada por el
legislativo, el gobierno y la propia administración comandada por la mayoría de los altos
magistrados. Pues si fuera una mayoría la que quiere reformar hace rato se hubiera impuesto y las
habría impulsado para establecer una justicia justa que pudiera desarrollar el
papel social moralizador. El desprestigio de la justicia en Colombia no es
únicamente por la falta de plata como creen los sindicatos de empleados o
algunos dirigentes, son también la corrupción y la miseria en que se
desenvuelve y que la enloda, la lentitud a causa de los vetustos códigos y
procedimientos que la rigen, las pésimas cárceles que en vez de regenerar al
delincuente lo hunden en la desgracia y lo más grave, la apreciación del
ciudadano que desconfía en la investigación y acusación de los fiscales y de
los fallos de los jueces y magistrados.
Últimamente, llegó al cargo de
ministro de justicia un abogado rancio de prebendas y condecoraciones, cansado
de tanta parranda y de ganar pleitos sin mucho esfuerzo con el escrito del
bufet jurídico a su servicio pero empobrecido a causa de la miseria salarial.
Cuando menos de lo previsto entra otro al despacho ministerial, dotado de
mérito al contar con el mismo apellido del ascendiente sacrificado que suplicó
al presidente de la república que no lo dejara morir entre las llamas, pero sin
la menor decisión política de cambiar los vericuetos de la administración de
justicia. ¡Y así pasa el tiempo!
Verbigracia: para la nación
colombiana es vigente la mirada de Charles Dickens sobre la justicia inglesa de
mediados del siglo diecinueve, o de Francisco Bruno en Colombia a principios
del siglo veinte. Para Dickens el funcionamiento de la justicia no era
desconocido, puesto que él estaba empapado por el hecho de haber sido empleado
judicial durante algún tiempo. En su novela “Casa Desolada” se encuentran
episodios que coinciden con lo que hoy sucede en nuestro país.
Basta citar un escena para
comprobarse. “Esta tarde (debe) haber una veintena de (abogados), ocupados en
una de las diez mil fases de un proceso interminable, hundidos hasta las
rodillas en tecnicismos procesales [……] Es lógico que el tribunal esté oscuro,
con unas velas moribundas aquí y allá; es lógico que sobre él se cierna una
densa niebla, como si nunca fuera a desvanecerse; es lógico que las ventanas de vidrieras
coloreadas pierdan el color y no dejen entrar ninguna luz [……] Se trata del
Alto Tribunal de Cancillería, que tiene sus casas en ruinas y sus tierras
abandonadas en todos los condados [……] que traen a sus litigantes, de zapatos
gastados y atuendos raídos, viviendo de los préstamos y las limosnas de sus
conocidos; que da a los poderosos y adinerados abundantes medios para
desalentar a quienes tienen la razón [……] que hasta tal punto agota los
cerebros y destroza los corazones que entre todos sus abogados no existe un
hombre honorable que no esté dispuesto a dar la siguiente advertencia: ¡Más
vale soportar todas las injusticias antes que venir aquí!”
Y lo mismo sucede con Bruno, ochenta
años después, su obra maestra “La Comedia de la Justicia” delata algo igual
hasta perder la esperanza de ver a un ministro de justicia verdaderamente
preocupado por el funcionamiento de la rama. En pocas palabras: “El magistrado
nace de un vicio y vive en ese vicio. Él obedecerá, en todas sus actuaciones,
al criterio con que se le ha elegido. El fallo será para el amigo o el enemigo,
no para la justicia [……] El magistrado como el juez, no estudia los
expedientes. Se da el lujo de llegar tarde y salir temprano de su despacho. El
escribiente hará el fallo y el otro firmará cuando a bien tenga.”
POSDATA: Lo demás queda a
consideración del lector. ¿Estamos en 1853 o en 1930?
(28-11-14)