Se sabe
que por delirio de grandeza o vanidad muchos funcionarios públicos les gusta
figurar tanto que hasta sacian a la gente que los ve como imbéciles petulantes.
A pesar de que la constitución política les impone limitaciones, sin embargo se
exceden y casi nadie los denuncia para frenar sus demasías. Hasta quieren
hacerse monumentos, que su nombre lo lleven instituciones oficiales y colocar
una placa de auto homenaje sin haber muerto, cuando la ley les niega
tajantemente esa ambición. Cumplir con las funciones legales es meritorio,
grave es no obedecer, lo que sí trae sanciones y rechazo popular.
Inicialmente
la norma del decreto 2987 de 1945 estaba restringida a las instituciones
oficiales que podrían llevar el apelativo del gran hombre que hubiese
desaparecido. Gran hombre que hoy habría que buscarlo con la ayuda de la
linterna de Diógenes. Pues de esas altas calidades exigidas por el decreto
firmado por el ex presidente Alberto Lleras Camargo, teniendo como marco una
concepción de merecimiento público y nunca político, hay muy pocos.
Posteriormente,
la norma fue adicionada por el mismo ex presidente Lleras Camargo mediante el
decreto 1678 de 1958, que introdujo prohibiciones sobre colocación en las
oficinas públicas de retratos del presidente de la república o de otros
funcionarios y le dio paso a la instalación de efigies de próceres
desaparecidos o cuando así lo haya dispuesto la ley de personas ilustres
fallecidas.
Luego, fue
expedido por el ex presidente Ernesto Samper el decreto 2759 de 1997, el cual
mantiene las prohibiciones de la legislación anterior, e introduce una
disposición que abre el camino para abusar. Le da facultades a los ministerios,
a los gobernadores y alcaldes para designar con el nombre de personas vivas los
bienes de uso público a petición de la comunidad, siempre y cuando el
seleccionado haya prestado servicios a la Nación que ameriten tal designación.
Este
precepto sirvió de portillo para que el nihilismo pusiera en práctica la
interpretación subjetiva y los tramposo, sin pedirlo la comunidad, se abrieran
el paso sobre todo y llenaran los barrios de las ciudades de placas en los
bienes de uso público. Y así se construyó el agujero que algunos utilizan para
coronarse y violar las primeras normas de Lleras Camargo dictadas en la época en que los gobernantes
eran humildes y no pensaban más que en ejercer el servicio público dignamente y
claro está en que había suma claridad de la inconveniencia de homenajes a
supervivientes.
Con todo
la existencia del hueco legislativo, se recomienda a esos funcionarios cínicos
que no alcancen a encumbrarse, que una vez les llegue el prolapso y mueran,
dejen como epílogo escrito el epitafio que podría colocarse sobre su tumba, ya
sea que el honor se promueva por los amigos, los parientes o los lambones que
reconocen sus obras materiales, a ejemplo: “Aquí yace fulanito tal, excelso
alcalde de la ciudad, o aquí reposan los restos de menganito tal, prohombre
gobernador del departamento, o en esta tumba está zutanito tal, grandísimo
elocuente ministro constructor de obras públicas.” Así quedaría sellado el
querer del difunto y a su medida de vanagloria.
POSDATA:
A
continuación apunta el novelista español Miguel de Cervantes: “Nos persuadimos
que podemos subir al cielo sin alas.”
(05-12-14)